Publicado en la revista digital La idea fija, en 2000:
Fui un buen lector de poesía más que de novelas. Pero no me fue dado el poema. Entonces opté por una escritura poemática, sin darle mucha importancia a la anécdota ni a los personajes, sino más bien al tono del libro. Como si el libro en su totalidad fuese un poema: cada capítulo un verso.
No tengo formación universitaria: mi aprendizaje fue personal, sobre la marcha. A medida que escribía iba quemando etapas. Era una escritura vinculada a la improvisación jazzística: a medida que quemaba etapas tenía la certidumbre de que ya no se podía volver a escribir eso que había escrito, y se reiniciaba un período de pérdida: iba pasando el tiempo de escritura, iban muriendo más autores conocidos: me quedaba más sin nadie.
En mi escritura había adhesión al surrealismo, a la beat generation. También fue importante en su momento la aparición de Rayuela, un intento poemático: ‘¿Encontraría a la maga?’ Esa proposición del primer capítulo no deja de llamar la atención. Pero esa influencia, muy visible, llegó nada más hasta Nosotros dos (un libro que fue muy bien recibido por Cortázar). Después me quedé sin ciudad: cuando terminé Siberia blues y estaba corrigiendo las pruebas de galera me di cuenta de que un proceso de vida había terminado, que el país no alcanzaba, que necesitaba abrir fronteras y al mismo tiempo necesitaba vincularme con otras fuentes culturales.
Noté en esa época la misma resistencia que noté después siempre a mis libros. Justamente el propósito ‘poemático’ y el no vincularme a una tradición literaria eran cosas que creaban una especie de desazón en la crítica. No fui ‘bien recibido’, digamos, por la crítica oficial. A mí me obsesionaba lo lumpen, palabra que sufrió una especie de degradación. Ahora ‘lumpen’ es un insulto, pero en mi época tenía una connotación no conformista. Después de Siberia viajé a Chile y Perú, y en esa apertura que me propuse me vinculé con el zen. Después volví a la Argentina, escribí El amhor, los orsinis y la muerte y volví a irme, ahora a los Estados Unidos, con una beca.
La idea de vivir en estado de peligro es lo que aproxima mi escritura a la condición lumpen y lo que me hace escribir en un último extremo de mí mismo. Estoy por entero en la escritura, está mi vida por entero. Por eso ahora no escribo más: se terminó la épica y no puedo escribir. Cuando tenía treinta años y escribí Los orsinis… había la sensación de una épica, la épica de mostrar la muerte a mis semejantes. Me llamaba la atención poderosamente cómo la gente no convivía con la idea de la muerte, y en mis libros está; por eso es también que hay resistencia a su lectura, porque recuerdan la muerte.
En mis libros hay también una gran resistencia a la novela como forma tradicional, basada en el suspenso, lo que saben los personajes, el concepto del ‘escritor dios’ de que hablaba el objetivismo (ese que sabe lo que pasa por la cabeza de sus personajes y sabe todo lo que pasa en la historia). Yo parto de la premisa contraria: empiezo la escritura sin saber hacia dónde voy. La novela se va haciendo a medida que escribo. De ahí el tema de la improvisación, el jazz como música lumpen: todo músico de jazz es un lumpen en potencia, un marginal.
También hay esa nostalgia que está ya en Siberia blues, la nostalgia de un maestro. Es lo que me predispuso a Gurdieff, sin saber siquiera de su existencia (conocí su enseñanza después, en Perú). En una bibliografía que me había dado un amigo en Lima sobre temas del oriente el primer libro que figuraba era Psicología de la posible evolución del hombre, de Oupensky. Ahí empezó. Yo no iba en su búsqueda: nos encontramos, Gurdieff y yo. Mirado desde afuera, mi encuentro con Gurdieff parecía decidido de antemano. Allá me vinculé con la enseñanza; después volví y tomé contacto con un instructor hasta que me fui a Estados Unidos.
No pude soportar Iowa: me fui antes de que terminara la beca. En Venezuela me casé nuevamente (o ‘hice pareja’), después estuve unos meses en Italia y recalé en España, donde se dieron las condiciones para escribir Cómico de la lengua. No había retomado el ‘trabajo’ de Gurdieff, quedaba esa nostalgia de llegar a París, a un centro donde estaban los que habían sido sus alumnos. De modo que terminé Cómico de la lengua en Barcelona y viajé a París. En esa época estaba muy vívida la idea del suicidio, no me quedaba casi nada por qué vivir, la literatura no alcanzaba como excusa de vida. Por eso en Cómico…’siento que doy un testamento de ese estado: el suicidio de Chavarría (que se contacta con el maestro) y la muerte de Barcia (que escribe la novela) al final del libro demuestran claramente cuál era mi intención: los dos personajes eran yo.
En París tuve una fantasía sobre la muerte de Gurdieff. Hay una frase de Don Genaro a Castaneda: ‘Éste (por Don Juan) tiene trescientos años’. Y esa frase, una frase simple, leída al azar, se conectó en mí con la idea de un fingimiento de la muerte de Gurdieff. Sospeché que en un plano esotérico determinado podía existir la posibilidad de conquistar más vida, y esa sospecha se hizo carne en mí, un poco como respuesta a la situación cada vez más insostenible de la muerte: avanzaba la edad, la muerte se me venía encima y no quedaba nada.
Con el final de Cómico de la lengua hubo asimismo un final de un ciclo de escritura: desde el punto de vista del ‘trabajo’ me parecía inmoral seguir escribiendo. Para eso había que tener el nivel de conciencia de un maestro, y yo no tenía derecho ir más allá de esos límites ni de usar la experiencia del ‘trabajo’ para mi escritura. Estaba la muerte de nuevo, se había tragado todo.
En esa época también me interesaba mucho como ‘maestro’ el Don Juan de Castaneda, pero era una locura ir a buscarlo a México. Me quedaba eso o ir a la India a aprender filosofía (la vida era un vacío muy grande). Después me vinculé con otro instructor del ‘trabajo’ que fue una influencia muy fuerte para mí. Estuve con él dos años, y después viajé a Estados Unidos nuevamente. Viví allá ocho años como un clochard, en una especie de locura sistemática que tuvo un punto de partida en el ‘trabajo’ (sobre todo en el libro de Gurdieff Relatos de Belcebú a su nieto, una influencia muy grande en mi vida). En realidad fui a buscar un maestro, y cuando lo encontré no pasó nada. De Nueva York decidí ir a Los Ángeles, donde estaba Castaneda, pero no lo pude encontrar y así fueron pasando años, en un estado alto de conciencia, si se quiere, pero en una gran soledad.
Gurdieff habla de ‘trabajo consciente y sufrimiento intencional’, y yo en Estados Unidos procuré hacer las dos cosas: había roto con todos los lazos de la vida ordinaria, no había libros ni máquina de escribir ni nada. Había una fuerte relación con una noción de ‘influencia’, de una conciencia más alta descendiendo hacia uno y de un compromiso total en respuesta a ella. Como dice Gurdieff: ‘cuando uno empieza a trabajar sobre sí mismo todas las cosas le hablan’. Yo tenía la sensación, la de vivir relacionado con esa ‘influencia’. Por supuesto, estaba enfermo pero no me daba cuenta. Vivía en circunstancias muy difíciles, muy dolorosas, y no sabía que había pasado el límite de lo que se puede admitir para el sufrimiento. Empezaron a aparecer voces en mí, síntomas de esquizofrenia, y tuve que ponerle fin.
La certidumbre de Gurdieff es que el hombre está dormido y tiene que despertar. Por eso con los instrumentos del ‘trabajo’ se verifica la falta de atención en el nivel de la vida ordinaria. Esa idea participaba en mucho de lo que yo hice por entonces. Los ejercicios que aparecen en el ‘diario’, como usar sólo la mano izquierda, etc, eran formas de buscar un estado de atención, como en la relación del discípulo con el arco en la arquería japonesa. La atención como algo tangible, o en todo caso una falta verificable. Por eso en Estados Unidos me atraía la presencia del ritmo en los negros, ese estado de atención sobre el cuerpo.
En esos años escribía notas y después las tiraba, eran sólo una especie de apoyatura. Cuando volví hice crisis y escribí La condición efímera. Fragmentos de aquellas experiencias aparecen en Diario de Manhatan. Si no hubiera escrito ese relato podría haber sucedido mi novela: la historia de Los Ángeles y Nueva York. Pero la resumí ahí, en el ‘diario’, y se terminó. El recurso del diario íntimo y de las anotaciones fue algo viable para mí, porque el diario se escribe con facilidad: se hacen ‘cortes’ y se pasa a algo distinto sin dar explicaciones (solamente la fecha la escritura).
Ahora el peligro era que mi posición se volviera profesoral, la de apoyarme en mi aprendizaje para influir en los demás. Por eso llamé a ese ciclo de escritura ‘disyuntiva ética’: había que asimilar y tolerar el aprendizaje para hacerlo posible. Ya no se trataba de escritura poemática ni nada por el estilo, sino de una finalidad ideológica que siempre me había negado a tener. Por eso escribir era ‘inmoral’. El último relato, Devociones, lo escribí pensando que ya no iba a escribir. Por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más.
Ya no veo escritura posible para mí. Como dije, se terminó la épica. Para poder escribir tendría que recurrir a mi pasado en los Estados Unidos, y eso ya está hecho. Es una situación extrema en la que estoy: si la escritura se vincula con la vida, la vida que llevo es muy monótona, y en el camino de la vejez se convive con la muerte, no hay solución. Mi actitud frente a la escritura fue siempre la de intentar llegar a algo que estaba más allá, algo inalcanzable. Ahora me quedé sin nada.
Néstor Sánchez, 2000
Jorge Macchi, La cathedrale, 2010
Pintura acrílica sobre pared
Dimensiones variables
El presente diálogo con Néstor Sánchez tuvo como punto de partida la publicación de su libro de relatos La condición efímera, Sudamericana, 1988. Me fue solicitado por un suplemento literario pero luego por motivos varios no llegó a publicarse. Data de febrero de 1989.
Ni Néstor Sánchez quería un reportaje convencional ni yo sabía cómo hacerlo. Ambos estábamos de acuerdo en que es un arte donde no debe evitarse el conflicto, que éste era preferible a la fusión adormecedora. La convención fue monástica: si uno podía escuchar mínimamente a otro, habría leña para el fuego. Este encuentro surgió de abdicar de la formalidad maniatada, sin abandonar por eso el orden retórico de los tópicos, para que un diálogo tenga lugar.
Cabe al lector adaptar las coordenadas temporales, el registro de las señas del mapa cultural del momento, inferir si estas voces que a veces intercambian sus lugares, permiten que pase algo de la obra diversa de alguien que desde su primera línea trazó –encontró– una frontera, un límite desde el cual atravesar esa “maldición escolar” a la que refiere: guardiana de mil caras de un malestar vencido una y otra vez en su escrito que se transforma en sinónimo y causa de un malentendido acérrimo para la “voluntad de consenso”.
Luis Thonis: Néstor Sánchez, tengo cierta hipótesis sobre su escritura. Pienso que hay una velocidad en sus frases donde reside la dificultad, el desafío de leerlo. No es que vaya rápido, en el sentido de correr. Es más bien lo contrario: la velocidad es la interrupción de un circuito, donde todo circula dócilmente. Ante todo, el de la lengua. Si el lector no capta el ritmo, el no reconocer los códigos habituales, puede dejar de leer. Habría que empezar por la música. En Siberia blues está el jazz, y el tango. Son, por decirlo así, ataques diferentes.
Néstor Sánchez: En Siberia blues trato de la memoria del cuerpo en relación a las mitologías populares: el jazz, el tango, la poesía, el baile, el turf. Las extiendo sobre una mesa de disección, como juegos de lenguaje. En mi último libro, La condición efímera, en el relato “Adagio para Viola de Amore” menciono a Telemann. En Siberia blues hay una celebración y un homenaje al jazz en tanto improvisación profunda sobre un tema dado. Estas mitologías han sido condenadas a la ley de la entropía. Por eso en “Adagio” hablo de la historia invertida de una creencia.
L.T.: En la revista Innombrable en el 86 se publicó un ensayo de Liliana Guaragno que indagaba el motivo –más que el tema– del doble en su literatura. Lo vincula con la música, dice que cada vez que hay un cuarteto se produce la irrupción de un quinteto.
N.S.: Eso está muy bien. Pero no tuve ninguna intencionalidad. Si hay dobles en los Orsinis tienen que ver con la recurrencia.
L.T.: Por ejemplo, Heriberto Orsini encuentra, o recurre ¿en Donald Gleason?
N.S.: Sí, hay líneas de vida. Un intelectual tiene un espejo en otro, un gánster en otro gánster, un músico en un músico…
L.T.: Pero se cruzan: Heriberto es un intelectual y un gánster. Hay que estar muy atento y seguir en qué líneas deriva la ruptura de la identidad.
N.S.: Hay líneas indefectibles, definidas, del orden. Pero están las que responden a la fatalidad. En las líneas definidas es lo mismo ser cajero que albañil, o corredor. Son las otras las que aluden al drama de la individualidad.
L.T.: La fatalidad suena un poco al azar en las experiencias no definidas…
N.S.: Son líneas que responden a lo clandestino.
L.T.: En su caso, Néstor Sánchez, lo clandestino es algo fiel a sí mismo porque hay una estética. Pero puede ser el oficio más unilateral cuando se trata de determinar la marginalidad cultural, no hablo de la social. Hay cierto, mucha vanguardia que declama estar “fuera” cuando es notorio que está perfectamente ubicada como el cortesano en el ala del palacio. Recuerda la paradoja del barbero que no puede afeitarse a sí mismo. Abundan los “anti”, tanto que “cultura oficial” ha llegado a ser una expresión sin significado… con la chata jerga que cultivan no pueden estar en contra de nada… de la literatura tal vez sí.
N.S.: La antiliteratura es eterna. Por eso mi libro se llama La condición efímera. A diferencia de otros libros míos se escribe en torno a disyuntivas éticas.
L.T.: Yo voy a hacer un poco de historia, entrar en el terreno más prohibido de una franja de vanguardia. Aclarando primero que en sus años de ausencia en el país –de 1969 al 86– se aseguraba que estaba muerto. Alguna vez en una de esas reuniones de escritores para romper el conmovedor aburrimiento –todos, qué maravilla, estaban de acuerdo en todo lo que mencioné: casi todos dieron vuelta la cara, buscaban un apuntador ausente para preguntar quién es ese Sánchez, tal vez el padre de una precoz narradora. Bueno, yo también soy un malo por excelencia en esta vieja película, siempre la misma. Sigo con la historia. Su nombre a partir de los Orsinis pudo sonar junto a otros escritores latinoamericanos de lo que se llamó el “boom”.
Algunos publicaban en Seix Barral, estaban los elogios de Cortázar, dijo que Cómico de la lengua era un milagro, incluso que usted había ido más lejos que todos ellos. Una palabra de peso, generosa y cierta. Pero usted da un giro: se dedica al estudio del sánscrito. En más de diez años lo único que llegó fue el reportaje de Héctor Bianchotti en la Quinzaine Littéraire, que publicamos después en Innombrable. Creíamos que estaba muerto: lo hicimos como homenaje. Me disculpo por eso… quiero señalar qué clase de clandestinidad se trata en su excepcional caso. Yo hablaría más bien de un anonimato que sucedió al amontonamiento publicitario del “boom”.
N.S.: No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del “boom” en las antologías. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós. Dije entonces que los escritores del compromiso eran los más irresponsables.
L.T.: Ese tipo de opiniones fue otra contribución a la omisión total. Se puede o no compartirla, pero basta leer especialmente Cómico de la lengua para comprobar que se trata de otra estética, inimaginable entonces, de otra respiración de la lengua.
N.S.: Estos escritores para mí representaban el momento más bajo de una lengua por su falta de relación con la poesía. Julio pensaba lo mismo. Lea lo que escribió en La vuelta al día en ochenta mundos. Y por otra parte, que yo piense así ¿es algo tan grave?
L.T.: En esa época para el medio, sí. Y hoy también. Hubo alguien que se llamó Taine. Hoy está refutado, no lo mencionan por desconocimiento o vergüenza, pero reaparece siempre, hasta posmodernizado. Para él el medio lo explica todo y el sujeto refleja su ambiente. Un paso más y nos hallamos ante el positivismo descarnado: la supervivencia de la lucha por la vida donde triunfa el más apto, es decir, el que mejor se adapta, el que mejor hace deberes para el “eterno” dictum de turno. Por otra parte, usted no hace concesiones: parece que en esta época no se salva literariamente nadie.
N.S.: Rescato las primeras cincuenta páginas de Cien años de soledad. Ahí cuando se señala con el dedo hay cierto efecto de Génesis. Pero no hay llegada del lenguaje, quiero decir, a Márquez le falta una sensibilidad refinada para dar con el ritmo que esto exige. Se queda flotando, se ahoga, abandona la “soledad”, nos condena a otro siglo de novelas por encargo, entramos en la demagogia, la sensiblería, el fascismo…
L.T.: Sánchez… ese último epíteto es de tono muy subido. Suena a invectiva y hoy carecemos de un arte de la injuria. Va a ganarse nuevos enemigos, esto está bien, pero no van a decir nada, sólo añadir un San Benito más a los otros, tantos que pesan sobre su obra.
N.S.: No es un insulto. Lo que ocurre es que hay fascistas tímidos. Devotos de arquetipos. El que sepa leerme entenderá qué estoy diciendo.
L.T.: A mí la palabra fascismo no me escandaliza. Pero me parece vago aplicarla a la literatura, incluso a la que se detesta. Pasolini decía que bajo diversas expresiones el fascismo era la religión de nuestro tiempo. Pienso que quien sepa leerlo interpretará –algo muy distinto a comprender– que hay cierto “fascismo” en el mercado. En el sentido que se está perdiendo, extinguiendo una forma específica de novela argentina que es posible leer en Arlt, en Cortázar, hasta en el mismo Viñas, además de lo hecho por las vanguardias del 70. Está siendo aplastada por las burbujas estereotipadas, enchapadas en el policial norteamericano y el cine correlativo: leemos pésimas traducciones en un tipo de novela que ha perdido el diálogo, el temblor del estilo, el conflicto, y en ese aspecto podría considerarse letal al ejercicio.
N.S.: En el fascismo la bestia en el poder es peor que un anarquista. Ya se sabe qué queda después de un anarquista… un poco de tierra para cultivar. Después de un fascista, en cambio, queda su cuenta de banco, la que decía no tener. No digo que sean “ogros”, eso es “filosofía”, mala literatura, lo son por sus buenas intenciones. Cuando éstas entran en conexión con una política cultural las consecuencias son aberrantes. Si esa palabra molesta, recordaré que más de una vez afirmé que la Argentina sufría una maldición escolar, esa gente refuerza eso…
L.T.: Quieren reeducar absolutamente todo sin…
N.S.: Quieren ganar plata como sea, nada más.
L.T.: En Cortázar yo admiro la primera parte de su obra. Pero están sus llamadas veleidades. Él cayó en una de esas redes donde la necesidad de coherencia política puede llegar hasta diluir la ética.
N.S.: Julio fue leal, siempre. Tenía mucho miedo a la muerte y eso lo llevó a asumir la política como un adolescente.
L.T.: Usted le reclama a la novela una relación con la poesía ¿Tuvo en su obra en cuenta a algún poeta argentino?
N.S.: A Francisco Madariaga. En Siberia blues le hago un pequeño homenaje.
L.T.: En su cuento “Ley de tres” hay un hombre entre dos mujeres. Al leerlo pensé que se puede estar –iba a decir “tener”– con una, ninguna o mil, pero estar así entre dos, bueno, es el principio del fin de la aventura…
N.S.: Depende de la inteligencia de las mujeres. La mujer no inteligente es la mujer madre. En “Ley de tres” lo que podría suceder queda en suspenso. Concedo que el dos es un número muy burdo. El tres en cambio es un número sagrado… la Santísima trinidad. Yo tengo la preocupación que la tecnología en avance va a tirar por tierra lo que queda de las religiones. Hablo de las computadoras, de los bancos de datos que están en Rusia y en los Estados Unidos. El marxismo siempre fue una teoría económica.
L.T.: Se postuló como filosofía dividida, creo, entre materialismo histórico y dialéctico. Habrá que pensar por qué derivó en una religión a veces alucinante, por ejemplo, Marx redujo al pueblo judío a una clase histórica, el pueblo-clase lo llamaba, o sea era sólo una categoría económica…
N.S.: Pero qué bueno es eso de Marx…
L.T.: Fue una reducción pero no hay nada en sus escritos –¿cómo escribe, no? – que justifique lo que el estalinismo llevó a cabo, me refiero a las masacres. Habría que indagar –aunque interese poco ya que no es temático, es un tópico, un lugar de discusión– si en los nudos de las vanguardias no prosiguen las llamadas guerras de religión aunque por otros medios. Piense en el lugar que la Trinidad tiene en la obra de Joyce, o cómo Kafka toma la ley del Antiguo Testamento, en el sentido literal de “edicto”… en cuanto a la cuestión judía…
N.S.: Nosotros los argentinos también somos judíos. Y los peruanos, los uruguayos, todos nosotros estamos listos. Somos un eco de lo que la física llama el quark. El testigo obligado del fenómeno.
L.T.: Quarks es un término que Gell Mann tomó de Finnegans Wake para denominar, no sin humor joyceano, a unas partículas que acaecen en millonésimas fracciones de segundo. En Joyce, quark, es un personaje no visto ni oído por nadie. Yo me acuerdo de otra palabra: “quaks”, uno de sus sentidos es “embaucadores”. Si testigo significa etimológicamente “mártir”: ¿no habrá martirios embaucadores? No creo que la satelización del mundo sea algo terrible, apocalíptico. La prueba de fuego es cómo las culturas van a evitar ser americanizadas totalmente, o caso de la Unión Soviética, rusificadas, como Polonia. Pero a su vez no caer en “fascismos”. Porque ante la a veces brutal modernización en ascenso recrudecen los fundamentalismos, intentos desesperados de recuperar una identidad perdida. En ellos la palabra suele coincidir con el código: sentencia a muerte a todo lo diferente.
N.S.: ¿Y China? A mí me interesa todo lo chino, incluso Mao. No deje afuera a los chinos que son muchos y enormemente correctos.
L.T.: En su literatura hay más de un toque de arte clásico chino. También está, creo, lo hindú. En su antológico –para mí– relato “Diario en Manhattan” de La condición efímera el narrador toma verbalmente la isla desde una posición “zen”, como si la escritura pulsara el temple del arco en esa ciudad eco, doble, “sostén” de Nueva York. Imperceptiblemente se oye la impostura sexual que trabaja la vida americana, la ausencia de estilo en primer término, es decir, la brutalidad, la liberación del boy-scout, la militancia homosexual, la voz del matriarcado, la segregación, los mass media que “llegan a producir el deber instantáneo de aullar”, todo el furor egoísta que no es incompatible con la tenacidad comunitaria, según escribe. Y se nota que no tiene nada en contra: atraviesa la isla desde lo singular…
N.S.: Sí, es el mito de la Isla contra mis propios mitos. El primero de ellos es el de la condición lumpen: ”Y si un imbécil se ríe es porque es el Tao”.
L.T.: Se detiene en las fruterías, abiertas día y noche. ¿Lo asombra que estén en manos de chinos?
N.S.: Los chinos conforman una isla en medio de la Isla. Un descanso de la usura, de los sacerdotes gigantes que rezan al dios Dólar, los altoparlantes. Los chinos son “reductos a contraimagen”, cito, el narrador aprende de ellos.
L.T.: Y transmite… se ocupa en detalle de los movimientos del cuerpo, a derecha, izquierda, descriptos con minuciosidad, son como acordes, una música que va separándose de cuanto acontece, sin influir ese continuo plebiscito.
N.S.: Son ritos, oraciones, contra la mecanicidad del cuerpo. Propongo ahí la conducta como oración cotidiana, es una disyuntiva ética. Eso es lo lumpen: sé que esta palabra suena peyorativa, pero para mí es santa.
L.T.: Muchos escritores “antiimperialistas” caen de rodillas cuando pisan yanquilandia. Algunos hasta predican desde allá, a buen resguardo, la revolución. Otros transcriben la última película que llegó acá. Sarmiento en su Viaje descubrió algo que sería decisivo en su obra: que ser pobre allá no era un mérito. Usted habla del “lumpen”, alguien que no se explica para nada por la necesidad, tiene, en todo caso mucho más que ver con la libertad que esas figuras macizas, que parecen salidas de un pandemónium conductista. Creo que pocos escritores actuales norteamericanos hayan ido más lejos que usted en eso, salvo Thomas Pynchon, quien establece nuevas conexiones entre el dinero, la mierda y la Bomba. Es otro ilegible, en el “Diario…”, por otra parte la cosa no tiene que ver con ideas, sino con ciertos circuitos, esos relámpagos interrumpidos de sus frases…
N.S.: A mí me interesó por un tiempo la literatura beatnik. Ginsberg escribió “Kaddish”, una oración fúnebre judía, que es uno de los mejores poemas en lengua inglesa.
L.T.: En otro relato de La condición efímera, “Las grandes maniobras”, la mujer dice que la desdicha es “un viejo asunto calumniante”…
N.S.: Eso no es distinto de algo que afirmó Nietzsche: que sólo quienes atraviesan un gran dolor tienen la posibilidad de la risa. Una escritura sin humor no tiene posibilidad, pero sin sufrimiento, cómo inventar el humor. Ahora dígame, usted, Luis Thonis, ¿cuántos universos hay?
L.T.: No sé. Giordano Bruno habló de infinitos mundos, lo quemó un tribunal véneto. Sé que la teoría del Big Bang trata de un estallido que sucedió… ¿hace 18.000 millones de años, no? Una detonación irreconstruible para la conciencia. Casi como el pecado original, tal vez más tenue…
N.S.: Eso suena antropomórfico.
L.T.: Dije el pecado original. No hay que confundirlo con otra clase de actos…
N.S.: Explíquese.
L.T.: En el pecado original Adán imita a Dios bajo dictado femenino. Ahí está la falta, irrepetible. Los que imitan a Adán, hablan del nuevo Hombre, etcétera, son adamitas. Jesús dijo que el hombre justo peca por lo menos siete veces por día, imagínese uno… por eso hay teólogos que hablan de la libertad de pecar; San Agustín dice que no hay que tener miedo de equivocarse, la lujuria para él no es algo tan grave como puede serlo la soberbia con la fanfarronería de los dioses cotidianos…
N.S.: No cambie de tema ni se alegre demasiado. El drama del Big Bang es que tiende a la entropía. Y la entropía significa el fin de las religiones, por ingenuas.
L.T.: Pero para que eso ocurra tienen que pasar miles de millones de trillones de años. Y, entonces, seremos ¿inocentes?, ¿otra vez?, ¿no habrá antes otra detonación, en otro agujero, esta vez, blanco?
N.S.: El hombre del futuro va a ser menos ingenuo. Se va a establecer el fin de todas las religiones, por geocéntricas. Ha de haber miles de millones de sistemas solares…
L.T.: Pienso que las religiones son diferentes y por eso no pueden terminar de la misma manera, como por decreto. También está la ética, ahí tampoco puede haber demasiado “progreso”.
Por ejemplo, quienes hoy éticamente se pronuncian contra la condena a muerte de un escritor dictada por el imán chiita aún si son ateos adhieren implícitamente a posturas éticas que se fundan en los mandamientos.
N.S.: A veces no queda sino atarse a una roca. Como decía Eliot: en una playa distante y a riesgo, agrego, que la roca se tome revancha.
L.T.: Otro relato de La condición efímera se llama “Job”. El Job bíblico vive más de ciento cincuenta años, el suyo está en el trigésimo año de su existencia.
N.S.: Desenvuelve un poema de Dylan Thomas, “En memoria de Anne Jones”, que fue su ama de leche.
L.T.: Pienso que en Job hay un reproche hacia el lenguaje. El purismo invertido se manifiesta cuando pregunta cómo de mujer puede nacer algo puro. En el fondo quiere ser inmortal, usted retoma eso, o es su arte el que me hace atribuírselo.
N.S.: Es que el hombre debería poder vivir trescientos mil años, sin escoria.
L.T.: Admiro su apego a la vida. Sé que lo que dice no es potencialmente imposible. Sé que morimos de desinformación: el ADN, que parece es imperecedero, no puede, como sistema recibir el mensaje de las células para que se regeneren, dividiéndose. O sea que se ha descubierto algo inmortal. Pero hasta ahora sólo se ha conseguido doblar, creo, la vida de ratones.
N.S.: Lo que dice es extraordinario. Los ratones, además, son los lúmpenes por excelencia.
L.T.: En todo caso le digo que la cifra hiperbólica que propone postula la inmortalidad de contrabando.
N.S.: Nada de eso. Yo ayer salí del vientre de mi madre. Esa cantidad de años es poca considerada en términos científicos.
L.T.: Usted, para recordar lo dicho por Cortázar, encuentra caminos nuevos, casi desconocidos en literatura. A propósito de eso me acuerdo de una frase casi proverbial, que quien se asoma a lo desconocido no puede ignorar. A ver qué le parece: “Los tontos toman los caminos que suelen evitar los ángeles”.
N.S.: ¡Qué hermosa es! Si me dice quién la escribió la pongo de epígrafe en mi próximo libro.
L.T.: La cita es de Burke, en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia, no me acuerdo de quién es, seguro no es jacobina. La vanidad es otro tema importante en su obra, su último libro se abre con una cita del Eclesiastés. ¿Qué le sugiere lo que dice un arrogante personaje de Jane Austen: “But vanity, not love, has been my folly?”
N.S.: Que suena bien, pero que no es así. La vanidad engendra vanidad, nada más. Y el amor locura. En toda experiencia amorosa profunda –y no sólo con mujeres– el organismo comienza a producir anfetaminas. El amor vuelve loco y si no es loco se vuelve loco. La monogamia es un criterio ético ante eso. El odio es inconcebible. Se necesita una enorme pobreza para odiar.
L.T.: No creo que se necesite mucho para eso. Una enorme pobreza ya habla de amor si recuerdo a Ignacio de Loyola. Hoy, además, no hay tiempo para odios personales, lo más abominado suscita tan sólo una etiqueta, o una bomba. Es una época de odio programado donde el otro no llega a tener un rostro. ¿Y los celos, están a medio camino? Me acuerdo de un personaje de Calderón que dice que ella no es sino “toda celos” y que Proust escribe cómo los celos suelen ser mucho más intensos que el amor.
N.S.: También está quien tiene celos de quien está celoso porque no siente siquiera eso… el odio programado es el más destructivo. Yo escribí el “amhor”, con h, porque sé que es imposible. Si querés algo mal te embrutecés. En La condición efímera digo que estamos realmente solos en medio de lo que amamos.
L.T.: Y con un uso de la imagen que cambia constantemente de plano y me ha hecho pensar en el cine mudo.
N.S.: La imagen, así, no miente. La palabra, en cambio, sí. La imagen nos condena a ser lo que somos.
L.T.: Hoy la imagen predomina sobre la palabra. Creo que ya no necesita mentir. Funciona a fuerza de electro-shocks. Pienso que en su escritura la condena se levanta cuando hay un encuentro en esas imágenes de cine mudo y su palabra, esto tiene que ver con los planos, con un arte de escuchar musicalmente el pasado desde otro tiempo irreductible de lectura. Además, esto es lo único que hoy permite subvertir el poder aplastante de unas imágenes que no quisieran interrupción alguna: dividiéndolas, he ahí el efecto mudo, que desconcierta el relato lineal, he ahí la línea auditiva, múltiple, son movimientos que lo dejan a uno sin reflejo donde protegerse, reproducirse. Ahí es donde comienza la lectura.
N.S.: Mi próximo libro trata de todo eso. Se llamará Redención por la delicadeza. Y ahora para terminar quiero me permita un pequeño exabrupto: ya que el amor es imposible –digo–, ¿por qué no cerrar las puertas con cuidado?
L.T.: Hay en esa frase un cierto tono… ¿profético?
N.S.: Espero que no. Los profetas eran enfermos graves. Es cierto que mucho más sanos que los que hoy quieren salvarnos.
Publicado en la revista Pierre Menard n° 1, año 1992.
6 NOVIEMBRE, 2019
Escribir es para Néstor Sánchez un instrumento de búsqueda, de duda, de indagación personal. No trata de dominar a sus personajes, trata de encontrarse a sí mismo a través de ellos con un rigor que no le escatima dolores.
¿Por qué los escritores, en general, no estudian? Digamos que tanto un músico como un pintor, necesariamente deben aprender determinadas técnicas para poder producir. Así sucede en casi todas las profesiones. ¿No es válida la regla para un escritor, se puede hablar de musas inspiradoras o de una genialidad natural?
Ese es un problema éticamente muy grave. Las demás disciplinas de esa fea palabra que es el arte, admiten el aprendizaje y, por una especie de fatalidad, de tradición equívoca, romántica tal vez, el escritor, el que va a escribir, no acude al taller como el pintor, o el músico, o la persona que hace danza. No se trata de buscar qué hay que hacer; en todo caso por lo menos de buscar qué no hay que hacer. Aprovechar la experiencia humana, la experiencia de otros. Yo, personalmente, ni remotamente quiero irrumpir en la intimidad de mis alumnos, pero intento convocar un tipo de escritura. Lógicamente tengo que contar con la adhesión a mi tipo de escritura.
¿Cuál es ese tipo de escritura, ese criterio?
Bueno, es largo. Yo tengo un primer ciclo que cerré con cuatro libros y que llamé “escritura como instrumento del conocimiento”. La base primordial sería que no hay diferencia poesía-prosa, es experiencia vivida, no hay que contar nada que pueda contarse por teléfono. A mí me preocupan líneas que han aparecido en esta segunda mitad del siglo y que desorienta, en cierta medida y por fortuna, el encuadre casi diría maldito que fue el facilismo en la escritura. Es decir, la novela no como poema de aliento, que es lo que asumo, sino la novela como una especie de prostituta, la televisión del siglo diecinueve.
¿Usted siente que la novela fue invadida, como género, por falsos novelistas?
Sí, claro. Es más fácil. El ensayo requiere mayor esfuerzo, arrancando por un pensamiento sistemático. Es más fácil invadir a la prostituta famosa, la novela, y estructurar una teoría política, o establecer una crítica a los militares.
Sin embargo no es algo sencillo. Hay escritores de todas las alturas, siempre los ha habido, pero sólo algunos escriben bien, desarrollan una idea, hacen crecer personajes, se crean un espacio y un tiempo propio y real.
Yo le diría, de acuerdo a mi experiencia, que la escritura poemática, la escritura de ideas, tiene que producir un estado de gracia, como puede producir el jazz, la improvisación en la música. Tiene que tener un detonante, y es un estado de pregunta. La invención de historia hace a una falta de certidumbre de escritura, la escritura se niega. No le demos una importancia desmedida a la escritura poemática: es lo mismo que el ajedrez o el golf. Es uno de los tantos instrumento con que el hombre cuenta para encontrarse consigo mismo, y para que ese encuentro con sus verdades fundamentales, por resonancia y jerarquía, le sirvan al otro.
Es tomar la literatura como una fatalidad, como un destino de vida. Pero hábleme de su segundo ciclo.
Sí, escribir es una fatalidad para mí. Este segundo ciclo se llama “escritura como disyuntiva ética”, y esta disyuntiva ética ya me permite pensar un poco en mi escritura. Me inquieta mucho el sentido profundo de los tipos humanos, lo que comúnmente llamamos astrología, y las predominancias y los dones. Le diría que la palabra, y la relación fundamental de la palabra con la emocionalidad, posiblemente tiene que ver con un don que a su vez tiene que ver con determinados tipos humanos. Esta es mi sospecha que estoy desarrollando. La literatura es tierra de nadie, es un lugar que está tan bastardizado, y por otro lado es el lugar de la superación de un fracaso.
¿Por qué el lugar de la superación de un fracaso?
Porque es tan sencillo, un muchacho no sabe qué hacer con su vida, agarra una servilleta de un bar, un lápiz, sube a un colectivo y cuando baja ya es un poeta.
Sí, pero se puede ser Ezra Pound, Roberto Alrt, Poldy Bird…
Así es, pero lo que quiero decir es que la posibilidad de invasión del instrumento escritura es muy significativa, porque la palabra es de todos. Por eso mi sospecha del don, de destino, de finalidad. La escritura es un lugar donde confluye la patología, nutre, también una cantidad enorme de defectos en el hombre. Si el instrumento se perfecciona hacia una verdad interior empieza a sospecharse una jerarquía expresiva. El instrumento se niega a la facilidad, y el lugar de la historia, esa que hasta podría llegar a contarse por teléfono, es el problema que plantea la novela. No así el poema, este tiene otro defecto, al revés. Lo que no debe hacer el poema es filosofía.
¿Cuál es la función del poema?
Así estamos. Si le dijese que es el estado de gracia, ¿estoy exagerando?
Usted habla de las jerarquías, de la jerarquización, de la búsqueda de una verdad interior. ¿Se trata de un camino de enriquecimiento?
No. El instrumento está dado no para acumular conocimiento, sino para establecer una pregunta única. La jerarquización es un proceso de pérdida. Le propongo un ejemplo en el tango, del que me considero un conocedor profundo y que me ayudó mucho a discernir. Si partimos de la jerarquía angélica que tiene el primer tango de Di Sarli, con Roberto Rufino a los diecisiete años, si se valora esa jerarquía de esa primera etapa, uno se va quedando con muy poco después. La jerarquía es un proceso de pérdida, yo lo vivo, lo padezco.
Yo diría que usted tiene o aplica una rigurosidad implacable para con usted mismo.
Hay un libro que leí hace muchísimos años, antes de irme de la Argentina, que es “El arte de los arqueros japoneses”. Está escrito por un alemán de formación típicamente académica, que viaja a Japón y tiene una experiencia de cinco años con un maestro zen. La experiencia es la relación con un instrumento que es el arco, y la cantidad de conocimiento de sí mismo y del mundo a partir de esos impulsos, es asombrosa.
Comprendo, pero me sigue preocupando su rigurosidad. ¿En qué medida le alcanza, le es suficiente, la palabra?
Le diría que hay una experiencia a la inversa en el problema de la palabra. Si usted tiene una vivencia profunda, que la conmocionó mucho y tiene que contarla, o escribirla, la vivencia siempre superará a la palabra. El lenguaje castiga, no es fácil encontrar palabras para algo que la ha excedido, a mí en mi poética me excede la vida. Como sentido, como misterio, y evidentísimamente, la muerte, como problemática irresoluble. Esa es mi poética. Frente a esas dos palabras siempre fue una especie de mendicidad.
La escritura como instrumento de conocimiento, como búsqueda, ¿dónde ubica variables como la crítica especializada, el negocio editorial, las modas literarias, la cultura oficial?
Son imponderables…
Vivió muchos años en Francia, muchos en Estados Unidos. ¿Por qué se fue?
Yo tengo una relación muy prolongada con las enseñanzas de Gurdjieff. No lo conocí a él, lamentablemente, pero tuve experiencia directa con la mujer en la que él depositó toda la estructura futura de su trabajo, en París. Mi instructor personal fue su hijo.
El camino en búsqueda de la verdad interior que plantea Gurdjieff tiene, en algunos aspectos, algo de mística. ¿Cómo se juntaron la escritura y esa experiencia?
Yo tuve una experiencia de corte iniciático muy difícil, y la escritura era, entonces, casi un estado de pecado, frente al conocimiento objetivo. Fue un conflicto inesperado en mi propia vida. Apareció un instrumento de mayor jerarquía, mi arco zen. Y me sometí rigurosamente al silencio durante catorce años.
Después de catorce años de no escribir, al retomar la literatura ¿qué piensa que le dejó tal experiencia, o cómo se instala ella en su escritura?
En esos catorce años se cumplieron relaciones imponderables, el núcleo de escritura mío ahora es la disyuntiva ética. Estoy en una encrucijada.
¿Le resultó difícil volver a conectarse con la escritura?
Bastante. Paralelamente a mi experiencia yo enviaba, todos estos años, por correo, a casa de mi madre en Buenos Aires, anotaciones con la instrucción de que las guardara en una caja. Ahora me reencontré con esos cincuenta y ocho sobres y no los puedo ni tocar.
Usted se fue a París para vincularse con el trabajo de Gurdjieff, ¿por qué viajó después a Estados Unidos?
Porque es uno de los centros importantes de ese trabajo, pero la experiencia fue muy diferente. Las condiciones son muy distintas en Nueva York y en París. Yo cumplí dos ciclos de experiencia personal, bastante difícil, bastante riesgosa, que estoy todavía asimilando.
¿Cómo fue la llegada a la Argentina, y la adaptación, o no, a una nueva realidad?
¡Muy dura! Realmente muy dura, además estoy viviendo en casa de mi madre, acompañando los que fatalmente son sus últimos años ¡y eso me ha perturbado tanto! La ciudad me desconcertó, tuve satisfacciones en los encuentros sobre todo con la generación que está ahora entre los treinta y los cuarenta años. Hay en ellos una valorización grande, una incidencia, de mi escritura. Recién ahora estoy empezando a ubicarme; la llegada fue dolorosa.
¿Cómo se nos ve llegando desde esa experiencia que usted vivió?
Es raro cómo se los ve. Sobre todo ese fenómeno alocado de la inflación, que no lo viví nunca en ninguna parte del mundo. Descubrí que el dinero es una segunda irrealidad. Creo que hay expectativas bien encauzadas en un momento de gran desconcierto.
Usted ha hurgado en la profundidad de su alma, ha indagado en lo más profundo del ser humano. ¿Cuál es el destino del ser humano?
¡Que pregunta! ¡Que pregunta tan extraña! Mi relación con la muerte no hace más que agudizarse. La estafa biológica es irreversible, incluso en el sentido del mejoramiento interior. Esa inminencia de muerte, esa perentoriedad, esa leucemia fatal que todos padecemos, hace al drama que, en mí, ya a esta altura de mi vida tiene un reclamo ético insoslayable. Siento que hay un elemento en el drama humano que no tiene reparo, no tiene descargo. Hay una correlación de conciencia de sí y de conciencia de muerte, de destrucción. Habría que encontrar el consuelo o una trascendencia de tipo místico. Yo coincido con las palabras de Don Juan de Castaneda: “somos polvo en el camino”. Coincido con mi poética, porque yo soy viejo adherente a la condición lumpen. A la profunda, a la marginal, a la de Charlie Parker, a la de Pichuco, fatalmente Dillinger también.
La condición lumpen de la novela negra…
Sí, me gusta la novela negra. Ese tipo de escritura. Lo admito. La condición lumpen conquistada impecablemente, uno no se puede equivocar, porque lo matan. Cuanto más se equivocan, más salen en los diarios.
¿Raymond Chandler de Hammet?
Hammet influyó a todo el objetivismo francés, y éste, que no dio grandes resultados –los franceses piensan bien y hacen mal- dio al escritor no Dios, no al escritor demiurgo, el que lo sabe todo. Hammet es un escritor de rigor terminantísimo en su instrumento, por eso la eficacia. Por eso lo respeto sin adorar esa corriente.
Selva Echagüe, Diario El Cronista, 1988
Muchas veces dije que la obra de Sánchez es comparable con la obra de Joyce, son libros que no se “releen”, sino que siempre “leemos” porque siempre nos dan algo nuevo, algo distinto, algo más. En este sentido para Italo Calvino Néstor Sánchez como Joyce sería un clásico, ya que lo que podamos decir de alguno de sus textos siempre pecará de una reducción inevitable.
Pero hay otro aspecto que los une: la creación de lenguajes y la ruptura con formas dominantes de la narrativa. “La historia interesa pero más interesa el lenguaje” dirá Nestor Sánchez sobre Nosotros dos (Editorial Alción, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2004).
Hoy que asistimos a su reedición con la idea de la reedición de toda su obra, que durante años estuvimos esperando, sentimos- y creo que esto es común a todos los que están aquí presentes y a muchos más – que nos lo debíamos, y se lo debíamos a Néstor. También sentimos que él no esté, y por eso Claudio Sánchez– su hijo- y muchos otros pensamos en este encuentro también como en un Homenaje a quien nos ha dejado definitivamente hace un año, el 15 de abril, después de un extenso silencio.
Por todo esto hoy es un día de reparación, de recuerdo de una pérdida, de tristeza y de alegría por el libro, por su reedición, y esta mezcla parece darse para que participemos en vivo de las continuas discontinuidades que recorren sus obras, la mezcla de lo heterogéneo al narrar. Esta primera novela abre un telón, como se abre la ventana que da a la azotea desde la que el narrador recupera el recuerdo de Clara, y de la que se desplaza en los recorridos de tiempos espaciados de personajes en sucesivos papeles, telón que tardará en cerrarse lo que lleva leer la novela - o lo que llevó escribirla- para pasar a una cada vez más precisa mezcla, opacidad y pliegues, y al humor de sus siguientes libros, para que la desdramatización diera cuenta de las fatalidades de la vida y la afirmación de la vida no estuviera ausente. En esto también está el “sí” de Joyce y el “sí” de Néstor en la escritura.
Nosotros dos - novela casi autobiográfica, confesional, de aprendizaje - desatiende los requerimientos de los géneros tanto como ciertos mandatos del ‘60. En el capítulo de “Los nuevos” del CEAL leemos: “Deliberadamente se cierra esta enumeración con la mención de Néstor Sánchez pues sus dos novelas -citan Nosotros dos y Siberia blues, y en especial la última de ellas, testimonian una voluntad experimental que parece un tanto ajena al resto de la promoción (interesada, como se ha visto, más bien en un equilibrio que en un acercamiento a los extremos del realismo puro o de la vanguardia radical)…”,cita que nos muestra un modo de leer que va a terminar por hacer hincapié en el realismo crítico, en un lenguaje y pensamiento hegemónicos. Evidentemente no es en su país el momento de Néstor, cuya experiencia y don literarios exceden las políticas en boga. Sánchez no acepta ningún programa, su fervor trabaja la oposición a lo tradicional, para seguir lo que siente que es la “verdadera literatura” cuya creación gratifica, dice Néstor “porque sirve para cumplir etapas y modificarse, para liberarse más de la chatura circundante y tomar conciencia de sí mismo como posibilidad…”. En Néstor Sánchez hay un compromiso radical, una respuesta en el sentido de “responsa” ( responsabilidad) a ese tiempo-espacio, a la vida como tensión entre el interior y el exterior, en el sentido de que el mundo no es sino lo que acontece en el cuerpo al percibirlo, donde actúan incluso- en esta novela- en algo su papel las vertientes del surrealismo y el existencialismo. Ciertamente la escritura de Nosotros dos es un conjuro para apartarse de las angustias existencialistas que podemos rastrear en ella, también para alejarse de lo que él llamara en una de sus cartas “el regodeo del dolor” –y esta novela padece sufrimientos, confusión y desazón. Pero hay algo básico que instaura: es el ritmo, el fraseo. Cuerpo y escritura, vida y literatura, van a constituir la apuesta, (en palabras de Sánchez) por “una autenticidad total, responder con la vida en el arte y en la vida”.
En el comienzo podemos leer :“Las veces que me abro y me tiro con todo el cuerpo en el pasado”. El presente surge recordante, haciendo una narración en proceso en el que la respiración, las pulsaciones del cuerpo inscriben su huella. Lector de poesía, amigo de poetas vinculados a la revista Poesía de Buenos Aires como Egard Bayley, Francisco Madariaga, Enrique Molina, que reconocieron en Nosotros dos en diciembre del ’64 la mejor novela que se había escrito “después de Arlt”, partícipes que publican sus textos donde se publican los de numerosos otros : Juanele, Macedonio Fernández, James Joyce, René Char, Cesare Pavese, Rimbaud, Dylan Thomas, tan caros a Néstor .
Porque leía sobre todo poesía, surge de su mano esta novela ya como fusión de prosa y poesía, que posteriormente Sánchez llamará “Novela poemática” En Poesía Buenos Aires, aparece el poema de Henry Michaux, “Nosotros dos aún”, un lamento por la muerte de Lou, del amor, allí aparece el vocativo, la segunda persona, como va a aparecer en esta novela con Clara, por el amor de Clara. Pero el “aún” del poema se elide en el título de la novela de Sánchez en función de su diversidad, y sobre todo por el sentimiento de cierre de una etapa, con la apertura de la opción escrituraria del protagonista y el abandono de lo que se percibe como la suciedad, la miseria, el dolor, y el mal en oposición con el deseo y la energía inevitable puestos en la escritura.
Son pues los ritmos los que se filtran en el complejo entramado, las frases que en la libertad de la poesía narran . Y es también el ritmo y el tono del tango el que va definiendo los cortes y quebradas de un narrador que se cierne sobre lo narrado.
Hugo Savino me escribió en uno de sus e-mails “…cómo me gusta: Santana se acerca a ese pibe que baila, lo entiende, lo ve y queda prendado, reconoce el talento. Rosa se lo dice un poco más adelante: “le gusta tu figura cuando bailás”. Son escenas de una categoría extraordinaria. Es como oírlo cantar a Raúl Berón”. Y es así, es la letra y la resonancia del tango, los motivos que se suceden cada tanto como cuando se lee “ mi manera especialísima de caminar el tango que me venía de Santana”, “el detalle del pie que quedaba al salir”, o “la muerte del compadrito como quería Santana”. Efectivamente lo relacionado con el conocimiento del tango, su ritmo, los pasos del baile, el “verdadero sur” se conecta con el “maestro” Santana, el cafishio, que lo inicia en ese papel, un papel con el que no se comprometerá a fondo, pero que está fuertemente desarrollada. Cuando Santana muere el protagonista dice: “¿Qué parte de mí te llevaste al sur, Santana?¿Qué parte de mí indecisa, almidonada, se fue en sangre con vos en el sur?”. Este espejo en el que se quiere ver el personaje, esta identificación - señala el intento de una identidad que atraviesa la novela, aún planteada desde un futuro “…,¿quiénes seremos, Clara, en ese pasado que durante un mes sin hacer pie y a fuerza de retórica no supe hasta el final, si ustedes, todos ustedes, se permitirán nombrar como algo terminado, sin interrogantes?”, o, “todo lo vivía para después, era un fotógrafo, un infiltrado” que condice con darse cuenta de “haber vivido para escribir”.Verse desde un futuro como un vidente que descubre lo que había en él mismo pero sólo a través de la escritura, o que todo iba en esa dirección.
Sucesivos cortes, muerte del padre, muerte de Santana, corte con el gigolismo, con la familia y el trabajo, corte con el tango : “El tango también habría terminado por cansarte, días en que hasta te daba risa y las putas que ya no tapaban las goteras; lo cierto es que siempre habías sentido una última vergüenza…” dice hablándose a sí mismo el protagonista. Y entre los cortes las quebradas: “…: el repetido juego de acosarse a sí mismo, de no estar convencido del todo pero igual abrir la puerta del ropero, meterse con medio cuerpo adentro y llorar abrazado al perfume agrio de los vestidos de Irene, la acumulación sistemática de todas las veces el incapaz y las imágenes desmedidamente imprecisas, sin relación la mariposa en el álbum y el furgón en la luz, una pieza sin muebles que se multiplicaba y repetía, cierta desconocida inhabilidad para encontrarles un orden sabiendo de antemano que con el orden no basta…”P95. Fragmentos que exponen la “juntidad” de motivos heterogéneos como “los vestidos de Irene, con “la acumulación del incapaz”- y donde el adjetivo “incapaz” se hace cosa líquida, la falta de relación con “la mariposa del álbum” consciente en el que narra, para decir en algún momento “todo lo digo igual que un gramófono- todo siempre mezclado, todo haciendo agua”. Como un gramófono, grama y sonido, letra y música en un disco dando vueltas, círculo de repeticiones que el recuerdo, el dolor “talla”, con la caída en lo automático, que la escritura va destrabando, variando en el fluir, hasta cerrar el telón de esa etapa de pulsación biográfica y escrituraria.
Si uso los verbos atravesar, diseminar, o repetir para referirme a esos motivos o temas que aparecen,– tendría que agregar siempre variados, siempre en sus diferencias o diferentes-, es porque lo hacen a la vez, en contigüidad por anexaciones también en relación a momentos distintos, tiempos que se mezclan en el recuerdo, en las sucesivas reapariciones y van desplazándose en el avance hasta el final de la novela.
Aludo a un lenguaje que se desprende de los binarismos, de las jerarquías de sujeto y predicado, para acentuar por ejemplo los circunstanciales despojados de subordinación como sucede en “Hacia el final del verano, en pleno apogeo de los diálogos inaudibles que llegaban de la otra pieza”, punto seguido, y a continuación : “Dejó Retiro en el asiento de la ventanilla frente al tejido de la madre y un padre desmejorado dentro del chaleco de lana y bufanda”, o la construcción “Los dos solos en la pieza con olor a eucalipto escuchó que decía “yo no quería esto para vos”, en la que la primera parte (una especie de ablativo absoluto) pesa tanto como la segunda.
Entre esos motivos encontramos el de la muerte, del que dice Néstor Sánchez, está siempre como fundamento de toda su obra. El tango con “Griseta”, “Madame Ivone”, “Todo corazón”, Fresedo, el de antes, Gardel y Covian; los barrios y sitios : Villa Urquiza, Tribunales, Plaza Lavalle, los hoteles del Once o la pensión de Congreso, la playa de Olivos; los cuadros y lecturas: Klee, Niezstche; Kafka (como adjetivo), Arlt, Macedonio, Thomas Wolfe; marcas como las de cuadernos Avón, o Lancero, bizcochos Canale o cigarrillos particulares mezclados con el tiempo dramático del aprendizaje de “cafishio”, del aprendizaje del amor, de las muchísimas lecturas y de cine, del fracaso del aprendizaje de hombre correcto, y la decisión del fuego para esa novela del realismo crítico que había dejado trunca.
Novela que lo liga a lo mejor de Cortázar por el uso del vos y los tonos melancólicos reforzados por el tango y el atributo de tristeza de la primera persona, y también lo separa al radicalizar ciertas posiciones que Cortázar a lo sumo enuncia.
El vos no sólo va a nombrar a Clara como receptora imaginaria de cierta confesión, sino que el narrador creará distancias con el protagonista al tratarlo también en esa 2ª persona: “Tantas veces recordarías esa pieza, esa otra cama, esa radio antigua.¿Qué harías ahora, pobre loco con una vida posible que no alteraría nada, que ya otros tendrían escrita?, y aún más al hacerlo en 3°. En toda la obra de Néstor Sánchez no se trata sólo de nombrar la música sino que el lenguaje es música, en Nosotros dos es tango, fraseo, pausa, “mezcla de Covián y Bach”.
Ninguna preceptiva- justamente en El fiord (1965)de Lamborghini la acción se ve ligada al lenguaje, para terminar en la eclosión de los personajes en la salida a la manifestación llevados todos por las consignas- políticas y contrapuestas- un lenguaje pura carne vaciado de toda reflexión. Pero aún dejando de lado este tipo de vaciado y llenando los enunciados, las consignas son políticas, y el lenguaje siempre es consigna, y las del ’60 en la Argentina se basaban en un mundo con contradicciones pero explicable, en el pensamiento de la sociedad como homogeneidad en su base política y económica, que justificaba una literatura reacia a la multiplicidad. Ante este tipo de consignas literarias generales debemos decir con Whitehead que excluían una parte de la vida, y que no se correspondían con las experiencias reales. La indeterminación, el caos, impulsó otros caminos como el de Néstor Sánchez. La generación Beat –que influye en Sánchez- se oponía con formas e ideas de trascendencia que venían de la mitad del siglo XIX en EUA, y con el hippismo toman la vía de las filosofías orientales contra la cultura occidental. ¿Cómo escribir la idea de lo trascendente, de la búsqueda de verdad en un- una orden que lo negaba?
Sánchez no hace juegos con el lenguaje, se juega en él, en una búsqueda dispuesta a cualquier consecuencia. Crea, y en su creación arriesga y se arriesga, plantea preguntas, apenas respuestas. Construye una novela de riesgo, de errores. Traza líneas de fuga de la suciedad y resquebrajaduras de las baldosas de Buenos Aires- que son también las resquebrajaduras y suciedad del protagonista- con todas sus calles recorridas, nombradas, sus marcas, sus lugares de cineclubs, y la Biblioteca Nacional de la calle México, donde el narrador dice de los que son Nosotros dos- : “Escuchamos a Borges hablándole a la niebla en el edificio inmundo de la calle México, en piezas al azar detrás de ventanas en ruinas leímos juntos toda la literatura argentina y seguiste mi miseria por el arte, mis novelas truncas…”. Pero Nosotros dos es también un salir del sí mismo fracasado, de esa angustia de no servir para lo que hay que servir- si se es un hombre correcto: “…cajero de banco que llega a la noche y duerme sin molestar a nadie”, y hay también culpa ante Clara por “..tu alegría de quedarte conmigo que siempre, de una forma muy secreta, me pareció abiertamente excesiva, ¿viste?, lo mismo has podido seguir viviendo sin mí”. El protagonista quiere salir del puro error “que intenta corregirse”, de ahí la importancia de bucear en sí, el personaje que se ve y ve al mundo desde sí mismo y su relación problemática- línea que lo llevará a Néstor Sánchez y a sus personajes a profundizar también la filosofía oriental- en su caso la experiencia Gurdjieff- como sabemos-, sobre todo en las últimas novelas y el libro de cuento (El amhor, los Orsinis y la muerte, (1969), Cómico de la lengua (1973) y La condición efímera (1988)). Y porque sabemos que su vida y su literatura están fuertemente ligadas, -el cuerpo encarna en la letra- aún más con las deformaciones y transformaciones que requiere la ficción- entendemos que Sánchez declarara- que se le había acabado la “épica de la vida”, para explicar su silencio más duro. En Nosotros Dos aparece Ismael que canta tangos, el filósofo Eliseo, el Adivino, que había preanunciado la muerte de Santana, el libro de ocultismo, y se nombra el zen. Personajes y elementos significativos por su unción y que de algún modo, en las sucesivas novelas, inciden como puntos de encuentro y seguimiento.
La escritura salteada, que descoloca al lector por la “miscelánea” y la ruptura del orden lineal, pero que produce un lector salteado o al menos una“irritación lectriz”como decía Macedonio Fernández, la prosa de personaje que deja zonas abiertas para continuarse en otro texto, el invento de un lenguaje que preconizaba Macedonio- cuya obra se empieza a publicar y reeditar en el ’60 y cuyas ideas son transmitidas con fruición- aparecen en en Nosotros dos, no así el humorismo, y la desdramatización, que se librará a partir de la segunda novela de Sánchez, Siberia blues (1967), con el blues y la conciencia en el autor de la justeza de la improvisación a partir de un tema (jazz). Y el tema de esta segunda novela ya había comenzado en la primera: “tu infancia- dice refiriéndose a Santana- que siempre imaginé callada en la quinta de Saavedra con la barra de Tomasol”.
Pero Néstor no se sale del realismo, construye un realismo más real, desde esta primera novela con un protagonista que “decidió ser otro”, ese sujeto descentrado, o centrado en los descentramientos en busca de su perfectibilidad, en desconformidad crucial con la vida que lleva y las formas de vida y pensamientos que lo rodean. Nosotros dos nada en la época y elige su propias fluencias de escritores, lecturas, su propio lenguaje: una posición radical, decidida, siempre en proceso. Si las palabras “luz” o “camino” se consideran trilladas en la misma novela, no así la palabra “verdad”. Ese sujeto de búsqueda, que muestra el resquebrajamiento en confesión resquebrajada pero que al fin en el narrar de sus iniciaciones, aprendizajes y errores, decide o sabe- o se da cuenta de que sabía- que lo que es, su ser, está en la escritura misma, acto inaugural para el que escribe que se inscribe en una literatura ‘otra’ en las letras argentinas, o sea, se inscribe en la linea de discontinuidad formada por Macedonio, Norah Langhe (Los dos retratos, Antes que mueran), Silvina Ocampo, A. H. Murena (Polispuercón, Folisofía), Alberto Vanasco (Y sin embargo Juan vivía), de entramado o pliegue.
Gracias al amigo F. Barea, recupero esta entevista a Néstor Sánchez realizada por el poeta Reynaldo Mariani en la revista ARTiempo en 1969. Como siempre, Sánchez despliega su mirada crítica sobre la literatura y el campo cultural a fines de la década del 60, tras haber terminado Cómico de la lengua y proponiendo de modo conciente una literatura distinta, incómoda, antiliteraria. Que la disfruten!
Néstor Sánchez: Raconto a partir de un solo de flauta
ALGUNAS COSAS DE ESPALDAS A LOS SOCIÓLOGOS SIN EMPLEO
Néstor Sánchez, un libro de cuentos del que no quiere oír hablar, dos novelas (Nosotros dos y Siberia blues, 1966 y 1967, respectivamente), difícilmente olvidables, El libro negro del humor de antología (1968 en colaboración con Dolores Sierra), es un novelista nato y un ser humano con una permanente expresión de sorpresa impresa en el rostro. Una expresión que consigue reflejar toda la enorme capacidad de asombro que Sánchez lleva en su interioridad, y que le permite, de pronto, romper la bolsa de sus silencios y derramar su contenido de enormes risotadas enronquecidas, en medio de la devota lectura de un poema de Cendrars, mientras estalla en un “!Qué bárbaro! ¡Qué bárbaro!” o en uno de sus prolongados “¡Qué maravilla!” ante un solo de los de Coltrane.
Néstor Sánchez, tras desaparecer por nueve meses: (“Estaba escribiendo una novelita”), abre la puerta, entre sorprendido y avergonzado por el olvido de la cita y por un interrumpido ensayo de flauta, amante a la que ahora dedica toda su pasión. Entretanto vigila algo que se fríe en la cocina.
―¿Es que el novelista Sánchez no escribe más, acaso? ¿O se está proponiendo una nueva relación entre las palabras y las notas?
―Es una pregunta que hace dar ganas de tragarse la flauta y pedir perdón. Por ahora no paso de Mozart y algunos diletantes, sobre todo anónimos; sin embargo pienso seriamente en la música como actividad que no quiero abandonar más. Algo así como el festejo interminable de una ley. Y entonces la mayor parte de la literatura que leo me parece condenada a Descartes, me suena a declamación, mentira, etcétera.
―Supimos que está escribiendo una nueva novela.
―Sí. Hace unos veinte días que terminé mi tercera novela que esta vez es larga como las novelas. Entonces me dedico a corregirla: la cuido de día y de noche y la sobo mientras descanso.
―¿Tiene alguna relación con sus libros anteriores?
―Sin haber escrito Nosotros dos y Siberia blues, especialmente esta última, no podría haber escrito éste. Pero la relación casi obsesiva central sigue aproximándose a la búsqueda de lo antiliterario. Quiero decir: procuro escribir a partir de aquello que rechazo como lector interesado, a partir de aquella única cosa que un escritor debe ir aprendiendo y que es lo que no debe hacerse. Claro, además está la necesidad de encontrar un ritmo total en el aliento, una especie de respiración poemática. Pero eso lleva toda la vida.
―¿Qué entiende específicamente por antiliterario?
―Entonces le contesto por la otra punta: toda literatura literaria, todo gesto culterano o pretendidamente ideológico, se nos transforma poco a poco en mentira, en convicción espantosa, en cháchara orgullosa. La literatura literaria, en este sentido, parece no tener límites, tal vez porque cualquiera puede sentarse y escribir de acuerdo con lo que leyó mal, al sentimiento que cree inaugurar, a la pólvora que cree descubrir. Cualquier otra actividad artística requiere una unidad y dedicación que la literatura, por tratarse de palabras, parece obviar. De ahí que todavía se puede asegurar lo que él pensó y lo que ella sentía. Si el acto de la escritura es un acto esencialmente ético, de posible verdad consigo mismo, entonces toda vieja convicción literaria se hace dinosáurica por sí misma, se hace cada día menos soportable.
―¿Cree que lo antiliterario es una tendencia que se está generalizando?
―No sé. Tal vez. Depende del hambre de verdad interior que cada uno encuentra cada día en su Remington. Pero lo que por otra parte sí se está generalizando es la improvisación a toda costa, la gran megalomanía confesional. Declaro aburrirme mucho con casi todo lo que aparece en mi Buenos Aires querido. Mi tío Ismael, uno de los personajes de mi libro, escribió durante casi veinte años sin pensar en publicar; claro, él era un poco masoquista, pero…
―¿Entonces sólo son válidas las experiencias solitarias, y desesperanzadas, como las del tío Ismael?
―¡No tanto! Creo que hay gente, sobre todo gente joven que trabaja con alguna cautela y que pretende partir de lo que ya no debe hacerse. El elemento desencadenante de la gran baratura que amenaza sepultarnos en papel, es ese lector multitudinario que inventaron los sociólogos sin empleo.
―¿Y qué hay del mentado “boom” de la literatura latinoamericana?
―Es ese otro invento donde parece que se terminaron los adjetivos de la crítica semi-especializada que tenemos. Por ejemplo, ahora están buscando transformar a Rulfo, un cuentista que nos aburría bastante hace diez años, en la contrapartida de los grandes promocionados. Sin embargo no hay grandes diferencias; lo que sí hay es una enorme vejez europea y, como ha sido siempre, confusionistas y personas inteligentes. En general el “boom” no ofrece un solo encuentro estético (ni siquiera hablar de una poética) de dos escritores que marchen hacia respirar un aire menos conocido. Siguen sobreviviendo sin molestarse mucho todos los esquemas trasnochados, desde el novelón sociológico hasta el destrabalenguas, lo modernoso y lo densísimo.
―¿De lo que se desprendería que la mayor parte de lo que aparece editado carecería de valor?
―¿Qué quiere decir valor? Convengamos que el valor en sí, el culterano, lo dan los profesores y periodistas de todas las edades. Yo hablo como un tipo apasionado por lo que hace y por lo tanto arbitrario. Cuando uno quiere algo, conocer y convencerme a través de la escritura, cuando lo quiere todo el tiempo, no pide ni da cuartel; y tampoco lo merece. Yo quiero encontrar casi todos los días el libro, la voz de un hombre, que me convoque, que me desubique los esquemas, que me pida cosas, que me obligue a participar, a confundirme, a cumplir un ciclo en su lectura. Por lo general encuentro nada más que historias, mujeres que hablan, idiotas que hablan, paralíticos que hablan, cañeros que hablan, bobos que hablan, monólogos interiores de oficinistas, historias ajenas, historias chismosas, niñitos que hablan, papel, tinta.
―¿Qué opina el novelista Sánchez del último libro del novelista Cortázar?
―Después de aquellas cien páginas de Rayuela, donde por primera vez un prosista argentino parecía relacionarse con la poesía, sigo esperando con el corazón en la boca y me resisto a aceptar que sus tres últimos libros tengan que ver con Morelli. 62 es un enorme silencio.
―¿Es cierto que prepara su partida?
―Tan cierto como la flauta.
―¿Tiene que ver con una beca?
―Sí. Pero sin beca igual me mandaría mudar. Una ciudad es un lugar con humo más o menos negro habitado por gente que camina y camina. Ni viene otra agua ni el río ni nada cambia. A lo sumo, cuando dicha ciudad envejece del todo en uno es porque ha llegado el momento de no reprocharle nada a nadie y pisar las valijas.
―¿Quiere decir que esta vez no hay regreso?
―Eso. De Estados Unidos me voy a Londres por algunos años, como para cumplir con una vieja aspiración libresca de mi tío Ismael que casi va a allá por unos tres meses antes de su suicidio.
―¿Algo más?
―Sí, que ahora han empezado a manosear a los poquísimos viejos entrañables que nos quedan, como por ejemplo Juan L. Ortiz, cosa que me parece absolutamente pornográfica.
Realizada por Juan José Salinas para Cerdos & Peces
Mayo de 1987.
Cuando tenía 33 años aprovechó una beca de la Universidad de Iowa para cumplir su anhelo de recorrer otras tierras. Por entonces estaba por aparecer su tercera novela, El amhor, los Orsinis y la muerte y su nombre, impulsado con gran entusiasmo por Julio Cortázar comenzaba a ser frecuente en el mundillo literario. Sin embargo Néstor Sánchez renunció a estas módicas pompas para iniciar un periplo que lo condujo de Iowa a Nueva York y Nueva Orleans, de allí a Caracas, luego a Barcelona, después a París, y por fin nuevamente a Nueva York, pasando por San Francisco y Los Ángeles. En París y Nueva York transcurrieron nada menos que 15 años de una existencia que a Sánchez le resulta insoportablemente corta. En su breve estancia barcelonesa escribió su cuarta y ―hasta ahora ― última novela, Cómico de la lengua, que pronto será publicada en Buenos Aires (las anteriores, además de “El amhor... fueron Nosotros dos y Siberia blues.)
Su ausencia se dilató tanto como la de cierto general que, según Sánchez, tuvo el dudoso mérito de lograr que los argentinos nos bajáramos los pantalones. Durante la mayor parte de su ostracismo Sánchez renunció a escribir, consagrándose a las enseñanzas esotéricas del caucásico Geroge Ivanovich Gurdjieff. En Estados Unidos pasó de la costa Este a la Oeste viviendo a veces como un vagabundo: “Aprendí a subsistir con dos dólares por día, durmiendo en cualquier sitio y haciendo dinero mínimo para mis gastos de cualquier manera”.
Tuvo varias parejas, aunque dice que fueron “comentarios más o menos felices de la que me estaba destinada que nunca llegó, váyase a saber en qué punto se torcieron nuestras sendas”. Casi no reconoce a Buenos Aires, una ciudad que apenas ha dejado espacio para que se eduquen lúmpenes que hagan culto de su conducta.
Sánchez que nos habló de sus ansias de colaborar en el fermento de un movimiento literario que combata “la murga del facilismo” en la que se ve embarcados a la mayor parte de los escritores y lectores argentinos. Dice que volverá a publicar y se duele por haber dejado de creer en la posibilidad de llegar sano a los 200 años y tener una tercera dentición: “Toda mi vida es ahora una lucha contra la estafa biológica.”
– ¿Qué es lo lumpen? ¿Qué relación hay entre lo lumpen y la jerarquía?
Mucha, porque el lumpen tiene como oración la conducta. Por eso, porque tiene conducta, difícilmente entra en el pacto biológico, difícilmente procree y se deje arrastrar por la murga.
–¿Qué tipo de lumpen eras vos en Buenos Aires antes de irte?
Hasta los 19 y desde los 14 fui bailarín de tango y turfista. Esta era una ciudad que educaba, que tenía una enorme cantidad de exigencias de conducta.
–¿Cuáles, por ejemplo?
De ser rápido, de ser vivo, pero no como ahora cuando se trata de ser “vivo” a expensas de otro, se trataba de estar siempre atento a los demás y al propio cuerpo: de no ser marmota. Durante mucho tiempo lo peor que se le podía decir en la cara a un porteño era “no sea pavote”. Y lo peor que se podía decir de alguien ausente era “no tiene conducta”.
–La conducta, la jerarquía, sigo sin entender cómo se relacionan exactamente con lo lumpen...
El logro más importante al que un muchacho podía aspirar era a tener una conducta propia, forjada a través del aprendizaje con quien sabía más que él. Por eso para ser “ladero” de quien se admiraba era preciso ser estricto y riguroso. Sus enseñanzas sólo se podían pagar con una cosa: conducta. Con una conducta que pudiera llegar a iluminarse. ”La conducta iluminada” podría ser un buen título, por ejemplo.
–Tu defensa a ultranza de lo lumpen, de sus códigos cerrados ¿no puede ser una coartada para el inmovilismo. Incluso para la reacción?
Creo que no. Hay una exigencia para el lumpen: la de no transigir con el facilismo, la de la seguir avanzando en su ruptura. Claro que hay quienes no lo hacen y caen en la autocomplacencia, pero me parece que es mucho peor quedar encerrado en la isla de la carne...
–La isla...
De la carne. ¿Cuál es el mundo para un hombre? su familia, el que forma con su pareja. A lo sumo en el caso que la rompa, se añade al punto de vista que aporta su nueva mujer. Y, si transige con el pacto biológico, sus hijos. Y ahí se acabó todo. En “El amhor...” contrapongo lo lumpen a lo encásico, aquello propio de quienes constituyen su radio psicológico en los límites del egoísmo doméstico. Su cosmovisión del mundo no tiene otros parámetros y es tremendamente limitada. Así hay una literatura encásica y otra lumpen, una música encásica y otra lumpen. Por un lado va la murga y por el otro lo underground, la vanguardia.
–¿Quedan lúmpenes en Buenos Aires?
Y... algunos quedan, pero lo tienen muy mal, ya no hay casi escuela, fijate que ni siquiera queda lugar para los turfistas, antes se esperaba toda la semana a que llegara el domingo, ahora hay carreras casi todos los días. Lo que casi equivale a que no las haya nunca. En turf el insulto más corriente era “usted parece un hincha de fútbol”. Es decir un encásico, alguien que no se arriesga, que no pone nada de sí, que simplemente es espectador.
–¿Cómo llegaste a comulgar con las enseñanzas de Gurdjieff?
Leyendo obras de su discípulo ruso, Ouspensky. Lo leí en Buenos Aires y viajé a Chile y Perú antes de marcharme a Estados Unidos. Buscaba conectarme con sus discípulos. No me entendí con ellos y recién después, en París, pude adentrarme en su Trabajo.
–¿El trabajo de quién?
De Gurdjieff. Es una enseñanza, no el título de un libro. Una enseñanza esotérica que el introdujo en Occidente.
–¿Y en qué consiste, si se puede saber?
Se puede pero es muy complicado, es una enseñanza muy vasta.
–En líneas generales aunque sea. No creo que muchos lectores sepan de qué se trata...
El monje trabaja sobre las emociones, el fakir sobre el cuerpo y el yogui sobre la mente. Gurdjieff unificó estos tres caminos tradicionales en el cuarto camino, que debe cumplirse en la vida, no en el retiro y en la soledad.
–Gurdjieff concedió mucha importancia al sexo ¿no? Y vos también: ¿Cuántas parejas tuviste?
Tuve muchas, pero las que importan son cuatro. De todas maneras no fueron más que comentarios, buenos comentarios de la mujer que nunca encontré. Gurdjieff decía que el hombre no está completo hasta que encuentra a la mujer que es para él. Váyase a saber dónde nos desviamos, pero el caso es que no nos encontramos. Con las mujeres que tuve no fue fácil, claro, ellas tenían la obligación de reemplazarla.
–¿Por qué dejaste de escribir?
Porque cuando se tiene una revelación tan plena como la que yo tuve, uno se da cuenta que escribir es un acto de orgullo. Dejé de escribir porque me encontré frente a un conocimiento sagrado que requería una humildad inédita.
–Pero en el boom estaba Cortázar, tu amigo...
No. A él lo metieron, que no es lo mismo. Lo usaron, se aprovecharon de su renombre. Cortázar casi no ganó dinero con el boom.
–¿Cómo fue tu relación con él?
De mucho afecto. Julio era un solitario y sin embargo nos vimos con mucha frecuencia durante los ocho años que pasé en París. Lo volví a ver incluso una vez más, poco antes de su muerte, en Los Angeles.
–¿Por qué rechazás tan tajantemente el boom?
Porque fue un invento de la revista “Primera Plana” y de una editorial. Vendieron como si fuera la mejor una literatura superficial, inaugurando el camino del facilismo. Fue el momento más bajo de una lengua.
–¿Cuáles fueron tus aspiraciones?
Mis aspiraciones... no sé: me revuelvo contra la estafa biológica que supone que el cuerpo defeccione cuando uno apenas está entrando en una cierta madurez psicológica. Creí durante mucho tiempo que podría existir una disyuntiva inédita para el drama de la brevedad de la vida: que si lograba la calidad y cantidad de impresiones requeridas, quizá viviría muchos, muchos años. Tal vez tratase de merecerlo, de pagar el precio requerido. Confié incluso en una tercera dentición. Es muy difícil resignarse a la nada. La vida es groseramente corta y se pasa más rápido todavía cuando uno viaja y vive al borde del peligro, tal como recordaba Gurdjieff. Espero saber qué es exactamente lo que tengo que hacer. Hace ya mucho tiempo que tengo claro que debo volver a escribir, pero aún no sé exactamente qué. Tiene que ser algo distinto, que refleje estos 18 años tan ricos en experiencias. Estoy buscando, escribiendo relatos... y cada vez más convencido de que el conjunto aportará una clave de sentido.
–¿Cuál es la relación que ves entre política y literatura?
Un monumental equívoco. La literatura tiene que ver con la ideología sólo en lo general, jamás en sus instrumentaciones parciales. La narrativa y la poesía tienen una esencia única: el ritmo de una lengua. Eso es lo único que cuenta: tener voz propia. El fenómeno que nutre a la literatura es la resonancia, no la comunicación, como pretenden casi todos los críticos. Sé que me dirijo a un lector difícil. No hay muchos así, que simpaticen por resonancia. Se trata necesariamente de un lector entrenado... Pero presiento que habrá una reacción que revierta la tendencia actual, que pretende sólo entretener y confirmar esquemas. La verdadera escritura es un estado permanente de pregunta. Me asusta la presión de cierto tipo de lectores, producto de esta misma tendencia: sólo quieren lo que no los contradice en nada...
–Por lo que decís, supongo cuál será tui opinión del periodismo...
Antes, los que seguían el camino lumpen tenían las cosas muy claras. El código del escritor lumpen, del poeta, era sencillo: 1) No hacer la carrera literaria, 2) No ganar ningún premio nacional, 3) No hacer periodismo y, 4) No hacer publicidad. Siempre fue así hasta que la crisis económica trastocó todo, permitiendo que los facilistas se adueñaran del corazón y la mente de los lectores como si el corazón y la mente fueran sólo un mercado.
Juan José Salinas
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